lunes, mayo 11, 2015

Suipacha es una calle tan buena como cualquier otra.




    Vomitar conejitos es un lujo  comparado con atorarse con ellos. El personaje de Cortázar debió sentirse muy afortunado de poder ir enterrándolos por ahí, aunque al final quedara estampado junto a unos once más.

     Me faltan maceteros para que se animen a salir. Pero no tengo, que están muy caros. Igual que los remedios que me van faltando. Los que quedan son tantos que algunos hace tiempo se repiten y ya han caducado.
    Pensar ahora en desatorarse es tan difícil como rascarse la espalda, ahí donde nadie nunca alcanza. Porque sin importar las vueltas, los dibujos, tantas imágenes grabadas desde los dedos hasta el papel, la sensación de que esos conejitos no quieren salir, se mantendrá. Porque no alcanza. Hay una o dos fuerzas que no alcanzan.
   Habrá que tragárselos y esperar a que un día vuelvan, más negitros que nunca, asomando sus orejas ridículamente adorables. 
     Las palabras para los cuerpos que saltan antes del paso de los colegiales, también son unos discursos absurdos absurdamente agradables.

   Con un poco de esfuerzo tal vez, quizá.