domingo, abril 28, 2013

Un poco de vértigo


Se alzaron todas las murallas de golpe, al tiempo que unas agudas sirenas se ponían a aullar. Los edificios nunca habían sido tan altos, en esta ciudad apenas tienden a insinuarse, pequeños y endebles. De papel arrugado y pálido. Los párpados empezaron a pesar, un ligero vaho de gas tóxico lo estaba envolviendo todo. Las sirenas gritaron más fuerte, histéricas ante la emergencia. Lejos de su sonido de peligro no había muchos otros ruidos que escuchar, el gas se lo estaba comiendo todo.  Y ya los párpados no iban a separarse.

Sin nada que ver, oír, ni oler, movía las manos hacia adelante. Buscando algo, un paraguas contra la lluvia de gas, una manta, zapatos nuevos. Pero los muros se habían puesto en pie y las manos chocaban inútilmente contra ellos, entre una cortina de gas amontonado.

Las sirenas chillaron por última vez, en un rugido estremecedor. Resonando epilépticamente entre las paredes de los edificios, resonando hasta que el gas absorbió también sus ondas. Un silencio atroz se apoderó de la calzada. Ya no se podía respirar  y las mismas manos se estiraron hasta lo imposible, los pies moviéndose erráticos a toda prisa, intentando llenar el silencio con sus pasos imprecisos.

Al final todo terminaba en tropiezos inútiles entre un muro y otro. Esas manos, temerosas de no encontrar algo, cansadas de arañar siempre solas el aire, se quedaron quietas, a un costado cada una. Un susurro entre tanto gas parecía decir que no había que seguir buscando, que las búsquedas solitarias terminan con viajeros perdidos entre las montañas, cerros, bosques y ciudades pálidas de construcciones que se retuercen.

Sin ver, ni oler, oír o alcanzar nada, en un último intento, orgulloso y terco, dejé que mis labios fueran rozando el aire atestado de vapor tóxico... Y mis pies se empezaron a guiar y las manos a buscar otra vez, aunque no hubiera algo a lo que aferrarse, ni una manta, zapatos nuevos, ni un paraguas de esos que a veces parecen un poco más firmes. El sabor del aire se parecía al ruido que hacían las murallas cuando el viento soplaba más fuerte, así que mis pies creían saber a dónde ir y mis manos qué encontrar.

Buena cosa que no lloviera en varios días.


Entonces no quiero oír, no quiero ver, y me quedo en esta ciudad. 
Con mi ceguera, mis pasos vacilantes, la tierra húmeda y las caídas. 
Y ese daño pegado a la piel.