Se alzaron todas las murallas de golpe, al tiempo que
unas agudas sirenas se ponían a aullar. Los edificios nunca habían sido tan
altos, en esta ciudad apenas tienden a insinuarse, pequeños y endebles. De
papel arrugado y pálido. Los párpados empezaron a pesar, un ligero vaho de gas
tóxico lo estaba envolviendo todo. Las sirenas gritaron más fuerte, histéricas
ante la emergencia. Lejos de su sonido de peligro no había muchos otros ruidos
que escuchar, el gas se lo estaba comiendo todo. Y ya los párpados no iban a separarse.
Sin nada que ver, oír, ni oler, movía las manos hacia
adelante. Buscando algo, un paraguas contra la lluvia de gas, una manta,
zapatos nuevos. Pero los muros se habían puesto en pie y las manos chocaban
inútilmente contra ellos, entre una cortina de gas amontonado.
Las sirenas chillaron por última vez, en un rugido
estremecedor. Resonando epilépticamente entre las paredes de los edificios, resonando
hasta que el gas absorbió también sus ondas. Un silencio atroz se apoderó de
la calzada. Ya no se podía respirar y las mismas manos se estiraron
hasta lo imposible, los pies moviéndose erráticos a toda prisa, intentando
llenar el silencio con sus pasos imprecisos.
Al final todo terminaba en tropiezos inútiles entre un
muro y otro. Esas manos, temerosas de no encontrar algo, cansadas de arañar
siempre solas el aire, se quedaron quietas, a un costado cada una. Un susurro
entre tanto gas parecía decir que no había que seguir buscando, que las búsquedas
solitarias terminan con viajeros perdidos entre las montañas, cerros, bosques y
ciudades pálidas de construcciones que se retuercen.
Sin ver, ni oler, oír o alcanzar nada, en un último
intento, orgulloso y terco, dejé que mis labios fueran rozando el aire atestado
de vapor tóxico... Y mis pies se empezaron a guiar y las manos a buscar otra
vez, aunque no hubiera algo a lo que aferrarse, ni una manta, zapatos nuevos,
ni un paraguas de esos que a veces parecen un poco más firmes. El sabor del
aire se parecía al ruido que hacían las murallas cuando el viento soplaba más
fuerte, así que mis pies creían saber a dónde ir y mis manos qué encontrar.
Buena cosa que no lloviera en varios días.
Entonces
no quiero oír, no quiero ver, y me quedo en esta ciudad.
Con mi ceguera, mis
pasos vacilantes, la tierra húmeda y las caídas.
Y ese daño pegado a la piel.